IRRECHAZABLE. Vientos fascistas en Estados Unidos
Por: Christian Cortés (Grafomelómanus Hominidus)
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Llevaba rato esperando su turno para volver a ocupar el antiguo puesto honorífico en la Residencia Real que alguna vez le había pertenecido, por lo que sus ganas de figurar allí eran incontenibles. En vista de que su regreso al palacio imperial era inevitable, días antes decidió, con total impunidad, bañarse en el río Ponce, ensuciando toda la propiedad y los dominios de Anacaona, la guardiana protectora de aquel paradisíaco lugar.
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El reloj marcaba las 3:10 de la madrugada o las 2:70 a. m., según afirmaba airadamente el elefante albino.
Dicho elefante se asumía a sí mismo como imbatible, alguien que tenía una segunda oportunidad de gloria. Era como si su cuerpo fuera de adamantium, como una espada de la vieja Valyria, o la montura del Gran Kublai Khan; aunque, en realidad, todo aquello era producto de su frágil ego.
Todos parecían sorprendidos, o al menos fingían estarlo por decencia, por recato o por hipocresía y porque en realidad muchos ya se habían convencido de que, al haberse marchado, jamás regresaría. Al día siguiente, el sol reveló todos los desastrosos pasos que habían traído al andante elefante de regreso. Su enojo intestino hacía otros seres, su falta de consideración por los demás, su escasa educación. Para colmo de todo mal, no sólo había vuelto, sino que volvía porque se le extrañaba, se le deseaba de regreso e incluso algunos pensaban que se le necesitaba.
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“¿Entiende usted, majestad, lo que esto implica? ¿Lo impopular de su decisión?”, advirtió el alto en cargo, aunque bajo en estatura, consejero.
“Por supuesto que sí, alto consejero”, respondió el Emperador. “No sé si lo quiero, pero lo necesito aquí. Nadie está más capacitado para provocar el caos general en las aldeas. Solo así puedo seguir cobrando impuestos por la seguridad imperial, que está —recuerde siempre— en la obligación de proteger sin excepción a quienes habitan este territorio”. Y, girándose para quedar de espaldas al consejero, estalló en una estentórea risa, invadiendo el cuarto con su resonancia.
“Sin embargo, su excelencia, dijo el asesor con magnanimidad, esto podría desprestigiar a la corona; puede incluso que sea mal visto por nuestros socios en otros lugares y sus seguidores podrían restarle apoyo”.
Interrumpiendo abruptamente la advertencia del consejero, el Emperador repitió “para seguir cobrando impuestos” mientras clavaba su mirada en la figura minúscula del miembro del gabinete. Éste, inclinando la cabeza, saboreó el amargor y la resignación de una venia.
El impertinente y contoneante elefante entró al salón por la puerta grande, haciendo su transitar cuanto más estruendoso fuera posible. A su desagradable presencia, nadie podía ser indiferente.
Una sensación de estupefacción reinaba en el lugar, con más autoridad que la voluntad del Emperador, cuya expresión facial se tornó indescifrable, sin denotar preocupación, enfado ni ilusión por el arribo de su invitado.
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“Qué alegría, al fin ha llegado. No puedo creer que esté aquí”, exclamo el dignatario.
“La espera ha sido más larga de lo que debió haber sido”, respondió el albo elefante. “He vuelto porque me han llamado y vengo con la promesa de ser capaz de hacer lo que me plazca a cambio. Pues heme aquí de nuevo”, agregó mientras se sentaba en las sillas del Consejo sin pedir permiso y ante la atenta mirada de todos los presentes.
“En efecto”, reconoció el mandatario. “Hemos escuchado rumores sobre tus planes para despedir a toda la servidumbre del palacio, encerrar a los Muxes en cavernas y empalizar a las hembras o pisotear hasta el exterminio a las termitas del desierto”. “No obstante —resaltó su Excelencia—, lo que nos urge en estos momentos es algo más delicado sobre lo cual es imperioso ocuparnos. En vista de que tus decisiones nos costarán caro, necesitamos asegurar las fuentes de la cosecha y la distribución de alimentos; y hemos decidido convocarte para ello. Es decir, hacerte una propuesta que no podrás rechazar”, sentenció solemne el regente.
De pronto, uno de los vasallos del Emperador anunció en voz alta la llegada de otro noble integrante: Su alteza, El Príncipe, luz del reino y heredero del trono. El blancuzco elefante, ajeno a las formalidades y los protocolos, miró al delfín con ironía y gesticulando sobre sus paquidérmicos miembros, se balanceaba en un ademán de danza. El recién llegado, por el contrario, quien era un gran admirador de la bestia que ahora presenciaba, lo invitó a sentarse a la mesa. Allí, próxima a una gran chimenea en donde un fuego inextinguible crepitaba, transmitiendo una íntima calidez, estaba la mesa servida con todo tipo de manjares mediterráneos, humus, aceites aromatizados con albahaca, romero y salvia, dátiles, quesos, perniles de cordero, vinos, pimientas y ajíes, panes salados, cremosos postres, codornices y, por supuesto, pasta fresca.
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“¿Has comido ya?”, preguntó el heredero con prudencia.
“Creo que sí”, murmuró pálido el Elefante. “Un combo Mac con papas agrandadas”.
“Eres más simpático y agradable en persona”, respondió encantado el Príncipe.
Tras haber saciado sus antojos con exceso, de haberse laureado mutuamente y más entrados en confianza, el futuro monarca le plantea al elefante un plan para que este último invada las huertas, las granjas y los aposentos más lejanos del reino, destruyendo todo a su antojo. Posteriormente, también acordaron hacer creer a los campesinos y aldeanos que el Emperador y su guardia podrían deshacerse del elefante si los primeros accedían a pagar un impuesto a cambio de seguridad. Por último, concluyeron que, tiempo después, sería conveniente para los intereses de uno y otro confesar que al elefante no lo atraían ni las cosechas ni el hostigamiento, sino las órdenes del Emperador. Esto con el propósito de generar descontento y un eventual levantamiento entre la población. El efecto del caos era lo que más los seducía a ambos.
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“Debo confesar que su propuesta es maquiavélica, señor Príncipe; tiene en mí a un incondicional escudero a partir de este momento, su Alteza” exclamó meditabundo y sonriente aquel elefante blanco, mientras sonaba su trompa con el mantel de algodón y masticaba con la amplitud de su hocico abierto.
“Me complace saber que esta oferta le entusiasma pues tal y como lo anticipamos, es una que no puede rechazar”, replicó sobriamente el joven prospecto de soberano. Sin embargo, la verdadera intención del heredero era tenderle una trampa al incauto elefante pues en las aldeas se había dispersado la información sobre una tentadora recompensa para quien lo atrapase preferiblemente muerto. Rondaban rumores de que un tal Erick Blair, soldado de la guardia imperial, conocido por ya haber matado elefantes, aunque ninguno fuese albino, le daría a probar el plomo de su escopeta tan pronto lo viera.
Una respuesta más que meditada provino del lado del elefante nacarado: “Lo hago con el mayor de los gustos, el gusto de servir a Su Majestad”, sostuvo heroicamente mientras acariciaba un peludo y gordo gato que lamía sus propias barbas. Recordó certeramente que se había decantado por la idea de no atacar a los campesinos y aldeanos sino de unirse a ellos para capturar al Emperador, hacerlo cautivo y coronarse a sí mismo como el último y más grande Emperador de cualquier futura eternidad. Incluso pensaba que, en dado caso, podría también tomar el palacio por la fuerza de ser necesario.
Extendiendo su mano hacía el elefante albino, con frialdad en la voz, el Príncipe citó la herencia de sus antepasados que rezaba “Alea Iacta Est”, y entonces una mano lavó la otra al coro de que la suerte estaba echada. Era una oferta que claramente no podía darse el lujo de rechazar.
“¿Puedo servirle algo para beber?”, preguntó un mozo al rígido paquidermo, vestido con líneas oblicuas y anticuados cuadros.
“A mí, dame vino tinto”, masculló el Elefante.
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